sábado, diciembre 30, 2006

CAPÍTULO VEINTE: MI PIE IZQUIERDO

Pensé seriamente en volver al blog con un comentario sobre el excelente paseo con mis ex colegas bibliotecarios el pasado martes. Pero distintos hechos marcaron mi vida esta semana. Y la cosa dice más o menos así......

Para dar punto final a nuestra visita a El Tabo, sugerí que me enterraran bajo la arena. Cuando el montoncito de tierra era considerable, entonces una amiga sugirió que saldría mejor y más rápido hacer un hoyo que cubrirme. Estuve de acuerdo, ya que estaba pareciéndome asombrosamente a un lomo de toro. Luego de el entierro, partí corriendo a coronar la tarde con un chapuzón al mar.

Pero éste me estaba esperando con su mejor trampa: (que no era una mantarraya australiana) una roca enterrada en la orilla. Simulé el dolor (que en todo caso no era tanto) con mi mejor sonrisa idiota y salí. Me di cuenta de que sangraba un poco. Pero como todo idiota que se considere como tal, no le di importancia. Al salir de la playa me di cuenta que no podía pisar, y al llegar a mi casa a inspeccionar la herida me di cuenta de que mi dedo mayor del pie izquierdo estaba con la uña pendiendo de un hilo. De uña.

Así es que luego de recibir el sermón materno típico (que mi padre llama burlonamente "la musiquita"), fui al policlínico al día siguiente.

Recordando la canción de Juan Luis Guerra que dice que es más difícil que te atiendan en la salud pública que cruzar el Niágara en bicicleta, me di cuenta de que las cosas por acá en chilito andan super bien. Las enfermeras y las secretarias no son pesadas como cuentan las leyendas celtas, y el doctor estaba estresado (me atendió a las 6 de la tarde), pero sin problemas para atenderme, ni para responder las 132 preguntas de un cuestionario espontáneo sobre los consultorios, ni para reírse porque yo le decía "Doc".

Cuando llegamos a la parte seria (el pie) la cara le cambió, y su pregunta me llegó al fondo de todo lo que tenga fondo dentro de mí: ¿Cuánto estás pesando?

No se movió de su pregunta ni un segundo, así es que confesé: que no me pesaba desde hace años, que a veces comía más de dos panes por comida, que los completos de República eran mi felicidad al final del día, etc. Me habló muy seriamente sobre la diabetes, y también me dijo que esos problemas del pie eran producto de la obesidad. Porque no era solo la uña afuera el problema, sino que también la uña encarnada del mismo pie, que no tomaba en cuenta mientras no me pasara a llevar o el Duck me pisara justo allí, siempre casualmente.

Así es que me dijo que era ahora o nunca ir al nutricionista.

Al día siguiente, poco antes de la cirugía menor que el mismo me haría (así es, en los consultorios hacen cirugías), fui a la sala donde el me recomendó, que resultó ser la oficina una matrona (!¡) mucho más amable que el Doc. Me pesó, y me tuvo que llevar a una balanza que tuviese más de 120 kilos. Luego me hizo una serie de preguntas sobre si fumaba o tomaba, y con cuantas parejas distintas del sexo que fueran me había acostado durante el año. Yo también la asalté a preguntas (no del mismo tipo, claro), y fui interrumpido por una vil aguja que medía la glicemia.

¿Resultados?: glicemia normal, presión normal, colesterol perfecto. Todo esto le extrañó, ya que resulta que tengo más de... ¡¡¡cuarenta kilos de sobrepeso!!!!, y según ella, a estas alturas ya debería tener diabetes, hipertensión y el corazón de un difunto, para luego mágicamente enamorarme de su desamparada novia.

Me envió ipso facto al nutricionista, y me dijo que si me lo proponía en un año estaría como tuna. Nunca me había planteado tan seriamente el hecho de bajar de peso, no desde el punto de vista de la salud, pero creo que este año que comienza tiene un objetivo: aumentar mi esperanza de vida. Aunque tenga que comerme solo un completo de República a la semana, aunque tenga que asistir al gimnasio que tengo pospuesto desde mi anterior vida, aunque deba beber más agua de la presupuestada. Lo publico aquí, después de tiempo sin publicar, porque quiero dejar sellado mi compromiso. Amén.