jueves, noviembre 19, 2009

Capítulo 7: Mi padre

"Mi padre era genial. Nunca lo conocí. Murió antes que comenzara la película" (La Rosa Púrpura del Cairo)

A pesar de que me encantan las despedidas cinematográficas (llantos, abrazos, llamadas de último minuto, etc), esta despedida fue sencilla. De hecho, ni siquier
a fue despedida.

Mi padre no está, y es un hecho. Pero no todo ha sido malo. Mi señora esposa tuvo la genial ocurrencia de agarrar un avión y en un largo viaje de la noche hacia el día, llegar a estar conmigo justo a tiempo para sostenerme antes de cualquier atisbo de deprimisión. Tres semanas más tarde, fui a dejarla al aeropuerto en su vuelo de vuelta a Norteamérica, desde donde aún esperamos la respuesta a la residencia permanente que, estoy seguro, viene volando como Biiiiirdman para recibirla más temprano que tarde.

Fenómeno inesperado: Al día siguiente que mi guáif se fuera, amanecí con achaques, dolores en el cuerpo, dolor de cabeza (ahora entiendo porqué las viejas jaquecosas son tan odiosas a veces), y sin ganas de hacer nada. La guitarra se amontonó en su rincón, con más polvo que el de costumbre, ir al cine me supuso un hobbie presuntuoso, leer no lograba sacarme del triste ensueño, y el teléfono se transformó en una serie de lamentos bolivianos, donde lloraba mi suerte cada noche, hasta las cuatro de la mañana, como está de moda en mi universo en estos días. Lo único que quería era dormir profunda y demasiadamente, ver mucha televisión y, (este es el plus de estar de duelo o estar borracho, según tengo entendido) decirle a todo el mundo lo que pensaba de ellos, sin temor a la reacción. Efectivamente, justo lo que todos deberíamos hacer de vez en cuando.

A pesar de mantener mi fe, no podía orar. Me alejaba del Creador como volantín cortado, y no podía entender porqué pasaban los hechos, porqué ocurrieron ahora, y what’s going on con mi vida. Pensaba en mi esposa, mi madre, mis hermanos, en la iglesia, en la gente, en mi mismo, y en lo pobre y miserable que me sentía, ahora que mi padre no estaba.


Y, al final de todo, ocurrió. Una mañana, desperté de un curioso sueño. Estaba sentado en el extremo derecho del sillón familiar, leyendo el periódico, y mi padre salía de su habitación, recién levantándose. Sin decir nada, me extendía la mano y me pedía “La Tercera” del domingo. Yo, sin ver su rostro, le decía “tome. Voy a leer el cuerpo de Reportajes” (esto me hizo entender que era, precisamente, la edición dominical). Él se quedaba con la mano abierta, y yo, con desgana, le entregaba el pasquín aquel, quedándome sentado.


Desperté de golpe, así como el típico despertar cliché en los filmes y en la tiví, diciendo algo como hhhh!!!, y antes de abrir los ojos me di cuenta que sí, que él ya no estaba, pero que sería imposible mantenerlo sobre la tierra. Digo, sobre MI tierra, como si todavía estuviera aquí. No es que no lo extrañe, eso cae de caqui, simplemente no podía comenzar a andar como un muerto en vida. Eso terminaría por liquidarme tarde o temprano, y tenía que dejarlo ir, dejarlo marchar, dejarlo en esa sepultura de una vez por todas… no una parte del “cuerpo de Reportajes”, sino que todo. Tenía que entender que su momento en el planeta terminó, y que mi momento quizá todavía ni siquiera empieza.

Estoy esperando a comenzar mi matrimonio de manera íntegra, no las lunas de mieles que hemos tenido dos veces este año, estoy esperando a terminar mi carrera, a ser un pro, a ser un cineasta, a ser un buen tipo, a aferrarme al Dios supremo en el que creo con todas mis fuerzas, como quien se aferra al K2 en un risco, a punto de caer, para lograr pronto estar parado sobre la roca como debe ser.


Me fui a un rincón de mi existencia (ya termino, estoy inspirado), y hablé con Dios, le dije que me perdonara, y le agradecía pasar por el desierto. Discerní, finalmente, que la despedida con mi padre fue gradual, comenzó con mis primeros pasos, con mis primeras palabras, con los errores que cometí, y el cómo ellos me enseñaron a vivir, le di un abrazo de despedida a mi padre cuando le hablé por teléfono diciéndole que estaba enamorado, que había encontrado a la mujer con la que sabía viviría feliz por siempre, y el, con la seriedad que lo envolvía a veces, en dos o tres frases estampó leyes de vida en mi pecho, con palabras inspiradas directamente desde arriba.

Ahora él está arriba, desde donde venía su Señor. El señor de sus padres. El mío también. Esa, creo, es su mejor herencia.