lunes, mayo 29, 2006

CAPÍTULO SEIS: NO ES CUESTION DE SUERTE

Sé que no es la suerte. Hace tiempo que dejé de creer que existía el azar, la suerte, las casualidades. También me cuesta creer que Dios se acuerde de mí, pero debo reconocer con muchísima vergüenza que es cierto. La vergüenza es un sentimiento que desalojé hace mucho, el día en que (mmm, nueve, diez años) iba corriendo con mi perro, el Grande, cuando en el estrecho pasaje donde vivo metí el pie en medio de dos veredas casi pegadas. El pasaje Dos, donde está la casa que llegamos a arrendar en 1990, y donde he vivido toda mi vida, prácticamente. Es en esa casa, donde aprendí a orar, donde me conocí, donde aprendí a no tener miedo a estar solo, donde practicaba monólogos y programas de televisión frente al espejo, donde hice creer a mi hermana que realmente llegaban cartas de auditores de la transmisión que teníamos, a través de palomas mensajeras. Ella no conocía mi caligrafía, porque entonces ni siquiera conocía bien las letras. Mi perro, el Grande, fue con el que me encariñé en la plaza de la esquina. Siempre que me iba tenía que despistarlo, porque me seguía donde fuera. Hasta que pilló mi casa y no se movió más de la entrada en muchos años, hasta que murió de viejo, y con el vecino fuimos juntos a dejar a su última morada dentro de un ataúd. La tumba, la basura. El féretro, una bolsa. El problema fue que no llegaron los basureros (la inepta municipalidad!!), y que el Grande dejó su último apestoso recuerdo en el aire de un lunes a un miércoles. Por supuesto que me hice el tonto. No lloré con su muerte, pero de vez en cuando recuerdo que corría delante de las micros, que saltaba como nadie y que yo era el único capaz de abrirle el hocico con las manos, con lo que quedé inmunizado contra ataques caninos. Salvo honrosas excepciones que no mencionaré por respeto a mi mismo. Esto también es vergüenza, ¿no?, pero aquella vez en que mi pie quedó atrapado entre las dos veredas, también caí, y también mi pie no se movió mientras caía, trizándose mi tobillo, y dejándome con un rengueo que en ocasiones contadas se nota, pero que no molesta, en ese momento, decidí que jamás volvería a gritar tan fuerte, ni delante de tantas personas como lo hice. ¿Porqué sentir vergüenza de que Dios se acuerde de mi?, primero por un asunto de autoestima, ya que siempre que cometo una chambonada parto a contarle a él primero, confesando sin problemas, porque total ya sabe. Luego siempre le digo "estoy absolutamente dispuesto a asumir todas las responsabilidades que esto implique, todas" y entonces, siete de cada diez veces, el problema se arregla. Y doy mi palabra que cuando no ha sido así he asumido. Quizá por eso se sigan arreglando. Sólo un par de botones de ejemplos concretos de problemas solucionados: Cuando me eché Sociedad Contemporánea y Comunicación Social (este último lo tomo en un año más, sin problemas de tope de horario, y el primero de ellos simplemente dejó de existir. Benditos ángeles burocráticos), y ahora, cuando tenía tantos trabajos que hacer en la U, el Liceo donde trabajo está tomado, teniendo aún más tiempo libre para trabajar en ellos (Benditos arcángeles revolucionarios), No creo que sea la suerte. No, no lo creo.