lunes, julio 27, 2009

Capítulo 6; Mi pan

En la excelente serie “Cómo Conocí a Tu Madre”, el protagonista, Ted, es un fanático declarado de Pablo Neruda (que el llama “Peblo Nirrura”), y no pierde ocasión de mencionar sus poemas. Uno de ellos, que compara a la mujer con el pan, da pie para que uno de sus amigos diga “es un bonito poema. No sé que tiene que ver el pan en esta frase, pero es bonito”.

Y, claro, como chileno, entiendo que el pan es parte de nuestra existencia. Y como nos acostumbramos a quejarnos por todo, no nos damos cuenta que esta mezcla de harina y grasa horneada nos hace más felices de lo que imaginamos. Por mi parte, tuve que vivir siete meses en Canadá para darme cuenta.

Me bastó una semana en Mississauga para palpar lo mucho que echaba de menos la marraqueta amiga y la hallulla “migosa” que tanto me gusta. No es que allá no exista el pan. Hay una variedad impresionante: pan italiano, portugués, brasilero, con orégano, con sabor a queso, a zapallo, de cebolla, de ajo (me encanta, con mi tía siempre comíamos y llegábamos a la iglesia haciéndonos los lesos con el tufo), con sésamo integral, sin sésamo pero integral igual, de todos los tamaños, sólo para la cena (no exagero, existe un “dinner bread” que es chiquitito, con la consistencia del pan frica), y un cuanto hay, con mención honrosa para el bagel, pan típico canadiense que sin embargo sólo se puede comer tostado. Pero al final, uno se aburría de tanta cosa rara y terminaba con una bolsa grande de pan de molde en el refrigerador (jeje, sí, el pan se guarda en el frigider), que a pesar de ser más sano, también terminaba siendo monótono. Pero el tema que quiero trata es otro…



Me acordaba de todas estas cosas sobre el pan cada vez que tomaba la micro al trabajo, pues junto al paradero se comenzó a construir hace un tiempo un supermercado. En medio de mi población. Algo totalmente impresionante para un sector que hace casi cincuenta años era una parcela que Monseñor José María Caro donó para que los pobres desgraciados que se apiñaban en las poblaciones callampas expandieran sus territorios. Y, luego de dos meses, allí estaba el supermercado, no tan grande, pero todo un avance de todos modos. Comenté el tema con las vendedoras de la panadería de la esquina, y ellas me lanzaron una mirada lecteriana, susurrando algo sobre que su negocio se iría directo al hoyo con el famoso local nuevo. Y era cierto: las vendedoras que se creen Chicas Extra Jóvenes – Mecano – Yingo con desastrosos resultados, el olor inconfundible al entrar, las vitrinas alucinantes con pasteles suculentos, y las señoras apiñadas a la hora de once, corrían un serio riesgo de desaparecer ante la modernidad de un pan por lo menos un 25% más barato.

En dos cuadras, donde en el medio se emplaza el flamante súper, se encuentran exactamente cuatro paqueterías, cuatro almacenes-rotiserías, dos verdulerías, una carnicería, y una panadería, que sucumbirían, ante la tardía y pomposa bisutería que supondría el nuevo supermercado. Establecimiento que, como todos en su tipo, tiene por meta aniquilar todo lo que parezca competencia a su alrededor. Y entonces me sentí triste y depresivo, viendo diluirse los recuerdos de un barrio que vio entrar en su panificadora más famosa a millones de personas diariamente. Y sentí impotencia de no poder hacer nada.

Pero mi pan, oh, dulce manjar de los dioses, fresca hallulla con margarina, marraqueta crujiente con palta y jamón, hizo su trabajo. Y termino mi crónica comentando que el supermercado se inauguró, con precios asquerosamente bajos, pero un pan tan horrible, que lloré al darle la primera mordida: no por lo malo que era, sino porque sé que la gente, aún con necesidad, preferirá estar contando chauchitas que botar a la basura una rica once, jamás echarán a la calle décadas de un pan tan bueno, como el de la panadería amiga. Porque entrar allí, comprar, y llegar a casa con una bolsa plástica húmeda de vapor, es una de las pocas cosas en esta vida, que por menos de mil pesos nos pueden hacer felices por un rato.